La nada incompleta

Desnudo de piel,
de sangre,
de mente,
y de vísceras,
el vacío disfruta
de su mismidad:
lo abarca todo,
es todo.
Es.

¡ES!

Nada lo iguala.
Nada lo supera.
No hay tensión
ni competencia.

Sin embargo, añora
el tránsito
gozoso y doliente,
del lado sensible.

La nada
tampoco es perfecta.

Está inacabada.

Es la mitad
de un ocho tumbado.

La completa el aliento,
la diástole del pálpito,
la rotura del silencio.

La nada y el vértigo:
sino y esencia.

Amén.

Elogio de la niñez



Reír hasta secarse, corretear con locura, tomarlo casi todo a juego, bailar en cuanto suena la música.
Recordar más el beso que el regaño, observar las cosas como nuevas, tocar, tocar, tocar.
Meter la pata y sin embargo, insistir en el intento, proseguir; llorar y levantarse y seguir jugando.
Hacer del olvido algo cotidiano y al mismo tiempo recordar con detalle.
Volver a pintar la pared que ya se ha dicho cien veces que no se pinta.
Ir viringo y no darle importancia.
Experimentar el sabor del helado de vainilla y el empacho: sentir piedrecillas en el estómago.
No preocuparse por nada que no tenga que ver con el ahora mismo y al mismo tiempo lavarse los dientes antes de acostarse.
No querer ir nunca a la cama y sin embargo dormir como un tronco.
No tener casi nada y al mismo tiempo serlo todo.
Estar todo el día creciendo.
Poder estar horas contemplando una grúa en mitad del espolón.
Preguntar todo lo que una quiere, indagar, absorber el misterio como si fuera un guarapito con limón.
Tener por oficio descubrir, hacerse hombre, cultivarse.
Amar a la madre por saberse parte de ella, porque no puede ser de otro modo, por pura pulsión.
Amar al padre sin comprender muy bien las razones, por sentir de alguna forma su cariño, su entrega, su presencia.
Amar la vida profundamente porque es lo que hay.
Exprimirse hasta la última molécula de la última gota.