Reír hasta secarse, corretear con locura, tomarlo casi todo
a juego, bailar en cuanto suena la música.
Recordar más el beso que el regaño, observar las cosas como
nuevas, tocar, tocar, tocar.
Meter la pata y sin embargo, insistir en el intento,
proseguir; llorar y levantarse y seguir jugando.
Hacer del olvido algo cotidiano y al mismo tiempo recordar
con detalle.
Volver a pintar la pared que ya se ha dicho cien veces que
no se pinta.
Ir viringo y no darle importancia.
Experimentar el sabor del helado de vainilla y el empacho:
sentir piedrecillas en el estómago.
No preocuparse por nada que no tenga que ver con el ahora
mismo y al mismo tiempo lavarse los dientes antes de acostarse.
No querer ir nunca a la cama y sin embargo dormir como un
tronco.
No tener casi nada y al mismo tiempo serlo todo.
Estar todo el día creciendo.
Poder estar horas contemplando una grúa en mitad del
espolón.
Preguntar todo lo que una quiere, indagar, absorber el
misterio como si fuera un guarapito con limón.
Tener por oficio descubrir, hacerse hombre, cultivarse.
Amar a la madre por saberse parte de ella, porque no puede
ser de otro modo, por pura pulsión.
Amar al padre sin comprender muy bien las razones, por
sentir de alguna forma su cariño, su entrega, su presencia.
Amar la vida profundamente porque es lo que hay.
Exprimirse hasta la última molécula de la última gota.